Por Franco Cerutti
El eco de la noticia resuena con una pesadez inusual: el Papa Francisco ha fallecido. A sus 88 años, nos deja un vacío que se siente profundo, un silencio que duele. Como muchos, siento un nudo en la garganta, una tristeza que se mezcla con la incredulidad.
Francisco, un hombre de origen humilde, un jesuita que llegó a la cima de la Iglesia Católica, un líder que buscó acercar la institución a los más vulnerables. Su imagen, esa sonrisa franca y esa mirada que transmitía calidez, se ha grabado en la memoria colectiva. Sus palabras, a menudo directas y sin rodeos, resonaron más allá de las fronteras de la fe católica.
Sin embargo, en este momento de duelo, no puedo evitar reflexionar sobre su incursión en la arena política. Si bien su preocupación por la justicia social y el medio ambiente era encomiable, a veces sentí que cruzaba una línea delicada, que se adentraba en terrenos que quizás no le correspondían.
Un líder religioso, en mi opinión, debe ser un faro de guía espiritual, un puente entre lo terrenal y lo divino. Su voz debe ser un bálsamo para el alma, un recordatorio de los valores universales que nos unen. Pero cuando esa voz se mezcla con el fragor de la política, cuando se toma partido en debates que dividen y polarizan, se corre el riesgo de perder esa neutralidad esencial, esa capacidad de hablar a todos, independientemente de sus creencias o ideologías.
Entiendo la urgencia de los problemas que Francisco abordó: la pobreza, la desigualdad, el cambio climático. Son desafíos que nos conciernen a todos. Pero, ¿era su papel como Papa el de un actor político más? ¿No corría el riesgo de alienar a aquellos que no compartían sus opiniones, de convertir la fe en un campo de batalla ideológico?
Ahora, en este momento de luto, estas preguntas resuenan con mayor fuerza. La figura de Francisco se agranda, su legado se evalúa con lupa. Y mientras la Iglesia Católica se prepara para elegir a su sucesor, me pregunto qué camino tomará, qué equilibrio encontrará entre la espiritualidad y el compromiso con el mundo.
El dolor por su partida es inmenso. Pero también es un momento para reflexionar, para debatir, para encontrar un camino que permita a la Iglesia seguir siendo un faro de esperanza y guía, sin perder su esencia en los laberintos de la política.

Deja tu comentario